“Todos los judíos son iguales” es una frase que no me sorprende escuchar en los más variados círculos. Lo que sí me sorprendió escuchar fue: “la piba estaba bárbara, lástima que era judía”.
Esta innegable dificultad, que se expresa en infinidad de personas, las que muy sueltas de cuerpo se auto catalogan como demócratas y tolerantes, me resulta muy difícil de entender. Se me hace muy difícil comprenderlo, entre otras cosas, porque esa misma gente profesa, de manera ininteligible, la religión que heredaron de sus padres y del país que les tocó en suerte habitar.
Cómo es posible que alguien juzgue a los demás por sus creencias; pregunto, merced a qué derrotero lógico, se puede descalificar al otro, por profesar creencias que no eligió y cuya inexactitud no es posible establecer. Indemostrable por cierto, es también la propia creencia del necio descalificador.
Las creencias son, digámoslo de una vez, por definición indemostrables.
Las mismas actitudes encontramos cuando de sexualidad hablamos. Miríadas de gentes escandalizadas ante la sexualidad de los demás, ofendidas por lo que los demás son, porque los otros no pueden evitar ser distintos. Porque esperan vivir con normalidad su normalidad. No provoca extrañeza lo que sucede siempre, lo que genera es indignación comprobar una vez más que existan individuos que pretenden ser los dueños de la única moral aceptable, y pretendan torpemente imponérnosla al resto.
La tolerancia a los demás, al otro y su grupo de pertenencia, no es sólo una obligación cívica que debemos imponernos, es una necesidad básica para poder vivir en paz. No podemos pretender que respeten nuestros derechos cuando no respetamos los de los demás, a menos que esto lo hagamos por la fuerza. Queremos creer que esos tiempos han quedado atrás, me refiero a los tiempos en que las sociedades imponían su religión y sus esquemas morales por la fuerza.
A modo de modesto ensayo, me resta decir que es probable que estas actitudes, básicamente estén provocadas por la virulencia que alcanza nuestra intolerancia como especie, con aquellos a quienes nos resulta imposible refutar. Somos especialmente sectarios con quienes no somos capaces, con argumentos, de ejercer la razón que creemos poseer.
Necesitamos desesperadamente poseer la verdad única y nos ponemos especialmente violentos cuando la duda asoma.
La intolerancia es, a todas luces, hija de la inseguridad.
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