miércoles, 25 de noviembre de 2009

Tango Montero


Imagen: "Pareja" de Chilo Tulisi

“A veces, arrastrando la elizabetardente careta embadurnada de heroicos ingredientes su orgullo busca un poco de alcohol o de pelota.”
“Y pasa la ortopedia procaz de su alegría mostrando, entre las mesas, como una demasía la inútil y erudita vejez de su derrota.”
(Horacio Ferrer)






- I -


Rodolfo Montero dobló en la esquina del Boliche de la Mechona, y enfiló para el lado de 11 de Septiembre, por la calle de siempre, silbando el Tango de la casera, tan de moda en ese tiempo.
Rodolfo disfrutaba del ladrido de los perros, y del griterío de los chicos festejando alborozados el fin de la siesta. Le causaba mucha gracia ir eludiendo la acumulación de lluvia en las irregulares calles de esos barrios, cuando aquellos chicos estridentes enfrentaban sin miedo esos mismos charcos que Rodolfo se empeñaba en evitar. Gozaba también con las frondosas arboledas de las humildes casitas, de la visión de los fondos sembrados y las gallinas escandalizándose ante cada movimiento desacostumbrado. Lo intrigaba el mecanismo interno de la lucha por el poder de los olores de esas barriadas.
El olor en aquel barrio, como en todos los que Rodolfo transitaba era muy intenso, aunque no tanto como cuando producto de las grandes crecidas del Río en los años precedentes, en el ´71, la peste ensombreció la pequeña Buenos Aires; en aquellos días el olor sí que era penetrante, además de insoportable. Como insoportable fue el cuadro de horror y muerte que quedó en Buenos Aires, horror que parecía ensañarse con los amigos de los Montero.

Rodolfo era hijo de Doña Teresa Ríos, inconmensurable meretriz, mulata intensa y tan generosa de alma como de caderas; dueña del afamado Tambo La cueva de La Teresa, que nunca estuvo a disposición de los mitristas, sito en el barrio de Montserrat, más conocido como barrio del mondongo; y de Don Adolfo Montero, criollo en tercera generación, intrascendente coplero y payador, a quien solía verse en algunos boliches de Constitución, desarrollando no muy dignamente su arte.
Don Adolfo -muy a su pesar- pasó a la posteridad cuando se enfrentó, cuchillo en mano, con el hasta ese momento imbatible Pardo Rocha, puntero de Don Nicolás Avellaneda, pieza clave del fraude del ´74, el día que en la academia de baile de la Catalina, el Pardo le dijo que se dejara de joder con esas boludeces del manifiesto y de la comuna, delante de toda la concurrencia y apuntándolo con un cuchillo.

La última edición de “El Quijote” golpeando sobre su muslo derecho acompañaba cadenciosamente el silbido de Rodolfo. Lo llevaba porque le habían causado mucha gracia las últimas caricaturas sobre el indescifrable Roca, y también porque se lo había prometido, y como Rodolfo empezaba a saber, las mujeres y los niños nunca olvidan las promesas que se les hacen. Estrenaba la comprensión de que es especialmente problemático deshonrarlas.
Siempre iba contando las pilas de ladrillos amontonadas a los costados de los hornos de barro, le divertía llevar esta extraña estadística. También le gustaba calcular la distancia a la que estaban los Villorrio cuando distinguía sus siluetas a lo lejos. No podía comprobar la exactitud de sus cálculos, pero eso no era importante, porque solo era parte de un juego.
En la esquina estaban esperándolo los hermanos Villorrio, Ángel e Isabel. Ángel era un muchacho muy pierna, muy amigo de Rodolfo, con el que además de la vida, compartían el gusto de ir a escuchar los nuevos tríos de Violín, Guitarra y Flauta, soñando el momento en que estarían del otro lado, tal vez en el Tambo de Doña Teresa. Isabel era una de esas buenas muchachas de barrio, por la que Rodolfo Montero estaba seguro de que cualquier día superaría el aparentemente inmenso año de vida que los separaba, y perdería la cabeza, esperando que Ángel no lo tomara muy a mal.
Le había prometido llevarla al Circo Podesta-Scotti, pero su madre quien ya se había decidido por un infame integrante de la Sociedad de los Negros como novio de Isabel, era algo muy difícil de eludir. Tal vez en alguna visita de la vieja a Pancho Sierra, Isabel pudiera eludir el viaje a Salto, y tuviesen una oportunidad. Ángel lo esperaba para ir al Tambo de la Teresa, a escondidas de los padres, quienes opinaban que música solamente podía ser llamada la de Beethoven o la de Bach, y que esos indecentes ritmos populares no merecían ser catalogados como tales.
Pero lo que más molestaba a los grises padres de Ángel e Isabel, era el oscuro color de los Montero. Ellos se resistían a aceptar que compartían el mundo con gentes que creían indecorosas, e incultas. Para los Villorrio, la cultura debía venir envuelta en papel moneda.

Volvieron caminando con el sol a sus espaldas, riendo de sus alargadas sombras, eludiendo en lo posible los fangales que las fuertes lluvias de la última semana habían desparramado por las calles de aquellos barrios. Estaban a fines de Noviembre y empezaba a sentirse un poco el calor, y todo predisponía a disfrutar de la música.
Iban riendo ostentosamente de la amargura con que el día anterior habían dejado a los gringos del Críquet club; mirá que perder 1-0 con unos criollitos, ellos que habían inventado el fútbol, y para colmo de males con un gol de Rodolfo faltando 4 minutos... aquellos gringos todavía no deben poder creerlo, carcajeaban felices los dos compinches.
Andaban también soñando con el carnaval en que les permitieran tocar en el Politeama; si es que no estallaba ninguna revolución, de esas que sólo les interesaban, en opinión de Rodolfo, a los habitantes del Barrio del Socorro, los que ahora tenían cloacas y no debían soportar el vaho de las calles de 11 de Septiembre o Montserrat; una cosa era segura: no era sobre el hambre y la sed de esa gente que ahorraban los argentinos.



- II -


En aquellos tiempos previllóldicos, no había nadie con tanto talento como Casimiro Alcorta. Rodolfo estaba absolutamente convencido de eso. Presentía que estaba haciendo historia, y quería disfrutar de este alumbramiento. Casimiro, era un entrañable amigo de Doña Teresa y de Don Adolfo, acostumbraba por las tardes pasar por la casa de los Monteros a conversar animadamente y a tomar unos mates con ellos, y de tanto en tanto, acariciaba maravillosamente su violín, lo penetraba con su arte, con tanta claridad y pasión, que Rodolfo no podía sino escuchar absorto aquel íntimo concierto. Rodolfo tocaba el violín por admiración hacia el genio del Negro, y porque el violín en el que intentaba imitarlo se lo había regalado justamente Casimiro para su cumpleaños número 13.
Esa tarde lo acompañaban en el silencio más absoluto, extasiados con el talento de Casimiro, Rosendo y Ángel, amigos y socios musicales de Rodolfo.
Esa tarde no se habló de política, no se criticó a Roca ni a Juárez Celman, no recordaron las masacres de indios en el sur para que los amigos del poder aumenten su ya nutrido stock de inculta tierra, sin preocuparse de lo difícil que era vivir para tanta gente en la gran aldea porteña, ahora refulgente capital de la República. Nadie recordó la ya lejana infame guerra del Paraguay. No se habló de revoluciones, ni asonadas, ni intrigas palaciegas, ni devaluaciones, ni empréstitos, ni de las recurrentes injusticias de las que el mundo era testigo. No evocaron la triste experiencia del fracaso de la Comuna de Paris, ni discutieron como debían unirse los esfuerzos de los proletarios, los campesinos, los dependientes, para enfrentar a los verdaderos dueños del poder. A los eternos verdaderos dueños del poder. Nadie quiso agrietar con necedades el clima armónico que habían logrado; todos tuvieron otras miras.
Para todos en esa casa, esa tarde el motivo era la música. No podía ser jamás de otra manera, disfrutando de la inusual y placentera compañía de Sinforoso y su clarinete, divertidísimo e inabarcable hombre de color negro, casi tan amigo de Casimiro y de los Montero como de la ginebra. El negro era capaz de las más grandes hazañas histriónicas y musicales, si veía un vaso de ginebra fanfarroneando frente a el. Esa tarde los tres estaban inspiradísimos, Casimiro volaba mansamente sobre su violín, Sinforoso cabalgaba furiosamente sobre su clarinete y Adolfo crispado por la ginebra atropellaba osadamente con su guitarra hacia esas morenas alturas.
Esa tarde Rodolfo habría matado si alguien le hubiese discutido que el negro era el color de la luz; no se podía discutir ese sentimiento.

Música indecente, dijo la madre de Ángel. Pero quien quiere ser decente pensaba Rodolfo, si eso implica usar una mascara inadecuada, triste, oscura. Esos ambientes no son apropiados, dijo la madre de Ángel. Más adecuados seguramente le parecen otros ambientes, donde abunda el dinero, pero escasea la honestidad. Rodolfo no conseguía olvidarse de eso.
Toda la noche sufrió la arremetida de ese recuerdo. Toda la noche su mente hizo un movimiento pendular entre Isabel y la madre, entre el deseo y la repulsión. Quería pensar en el placer que le provocó escuchar a los negros amigos de sus padres, pero esa insolente voz, embestía una y otra vez. Había sido una gran tarde.
La botella de ginebra a medio empezar que robó de la alacena donde Don Adolfo la guardaba, no logró modificar el ineluctable signo de la desazón que lo venció, fatalmente; que lo dejó quebrado, desmoronado, invadido por una oscuridad que lo fue asediando pacientemente, hasta poseerlo. Definitivamente, no fue una buena noche.

- o -

Un ejemplar de “El Mosquito” tirado sobre el piano, era la evidencia de que habían estado riendo, con las magistrales caricaturas del genial francés. Nadie había dibujado mejor que él a Sarmiento o Avellaneda, ni que decir de Roca, viejo zorro, quien se decía deseaba aparecer en el periódico de H. Stein. En esto coincidían los tres como en ninguna otra cosa. Salvo a los padres de Ángel, no conocían a nadie que opinara de manera diferente.
El comedor de la casa de Rosendo tenía un piano desacostumbrado para un negro en esos tiempos anteviejaguardistas. Rosendo Mendizabal tenía arte. Estando con él, Rodolfo volvía a tener la visión del negro como el color del arte. Era maravilloso escucharlo tocar el piano, su flauta parecía ser parte de su cuerpo, su poesía era tan encendida como su personalidad.
En el luminoso remedo de salón de ensayos donde la madre de Rosendo los halagaba con unas prodigiosas tortas como compañía del mate, sentado a la derecha del piano, Ángel quería ser poeta, y con seguridad, ya era guitarrista. Rodeado por la claridad de la amistad, por título adolescente, pero por historia completa, Rodolfo sentía que podía tocar el violín con más dignidad que la que su padre esgrimía ejecutando su arte en el barrio de los corrales.
Los tres estuvieron esa tarde intentando acercarse a esa morena mezcla de músicas, con la que se estuvieron conectando la otra tarde en lo de los Montero. Sentía Rosendo que el Politeama no estaba tan lejos de su música, y esperaba de manera confiada que algún carnaval les hagan un lugarcito. Un amigo del padre de Ángel le prometió hablar con Hansen, para probar en su Restaurante de Palermo, un apronte antes de la orquesta de Poncio o de Bazán. Pero era el Tambo de Doña Teresa lo que indiscutiblemente les quedaba más cerca, además con Teresa presente nadie se iba a animar a reprobar con demasiada vehemencia el arte del trío, y esa era sin dudas una gran ventaja.

Esa noche los tres fueron al lupanar de La Vasca Laura, entrañable templo consagrado a Venus, a disfrutar la música de la orquesta del Tano Vicente. Fueron con la certeza de escuchar buena música, buenos tangos bien interpretados, y la esperanza de que la suerte los ilumine. No era el dinero lo que les daría suerte, así que esperaban ansiosos que la bella y volátil Venus este ardorosamente sensible esa noche.
Últimamente Afrodita no tenía en mente la existencia de Rodolfo, e Isabel aparecía cada vez más lejos en el horizonte de su vida. Ya había comprobado rigurosamente, que la ginebra no era el quitapenas adecuado para el, y debía intentar con algo más estimulante.
El cuarto vaso de vino tinto penetraba las entrañas de Rodolfo, y la mente se empezaba a aclarar.
Clementina era una catalana adorable, vivaz, sensible; además disfrutaba del vino tinto como él, y eso lo apasionaba; cuando estaba en presencia de una mujer que disfrutaba el vino tinto, ardía en deseos de complementarla.
Esa noche Isabel fue una lejana presencia, imperceptible, esa noche la madre de Ángel pareció perder consistencia. Definitivamente, fue una gran noche.



- III -


Paolo Marinelli había nacido en Angone, Italia, a mediados de la década del ´40, y llegado a Buenos Aires, pletórico de ilusiones y carente de recursos, como era habitual por aquellos días, a mediados de los ’70. No le había ido mal en su intento de hacer la América; logró establecer un próspero comercio en el Barrio del Carmen, también conocido como el barrio de los napolitanos, lugar donde naturalmente, además vivía.

Entró al café “El trompezon”, un ecléctico boliche ubicado en la exacta esquina de Charcas y Paseo de Julio. Con un gesto amable, saludó al propietario y a su mujer. Levantó su mano derecha, a modo de cordial saludo a los demás parroquianos, quienes eran también habitué, aunque ciertamente menos prominentes. Se sentó, como siempre, junto a la ventana que daba sobre el Paseo de Julio. Según era su costumbre desde hacia un tiempo, para hacer gala de su adquirido conocimiento de las tradiciones porteñas, pidió un café con yema de huevo batida, a la usanza antigua. Sacó la edición del día del diario La Nación de su bolsillo, y se dispuso a esperar a los muchachos, fiel a sus convicciones, leyendo las noticias, a través del peculiar cristal de Mitre. También llevó un ejemplar de la Revista Iris, por si la espera era larga, y porque le gustaba llegar siempre temprano al boliche, para leer tomando su café con yema batida.

Paolo y Don Villorrio, tenían una sólida relación dentro de la colectividad; juntos habían hecho buenos negocios. Tal vez, condicionado por una sensibilidad artística heredada de su madre, le tenía mucho aprecio a Angelito. Aunque íntimamente comprendía a Don Angel, y de algún modo, compartía su postura; a sus hijos les exigía la mayor dedicación a sus estudios. Sin embargo, traía novedades de su prometida conversación con Don Juan Hansen, dueño del restaurante “Tarana”, conocido como “el de Hansen”. Por eso, aquella tarde citó a Ángel, para ponerlo al corriente de sus gestiones, las que había desarrollado a espaldas de Don Villorrio, quien de enterarse –tanto de las gestiones como del encuentro con su hijo en un café-, era muy probable empezara a dejar de ver conveniente su relación comercial con Paolo.

Rodolfo, Rosendo y Ángel acordaron encontrarse en la esquina del tambo de la Teresa. Rodolfo naturalmente llegó primero, y enseguida se le sumó Rosendo. Mientras esperaban a Ángel, enfrentaban posiciones entre la Opera Italiana, que parecía la preferida del publico porteño, y también la de Rosendo, y la obra wagneriana, la que en opinión de Rodolfo, superaba en calidad técnica y conceptual a la Opera, la que dependía mucho del talento de los tenores.

Cuando se prometían ir al Teatro de la Opera o al Politeama para seguir discutiendo luego el asunto, llegó Ángel. Hablaba entusiasta y acaloradamente acerca de la fascinación que le provocó Pepino el 88, a quien había visto actuar la noche anterior en el Circo Politeama Humberto Primo. “El monólogo político, no tiene desperdicio”, sentencio Ángel, invitando a Rodolfo y a Rosendo a disfrutarlo juntos esa misma noche. Debido al rotundo éxito de publico del Circo gracias al talento de Pepino, sumado a la genial representación de Juan Moreira, que desarrollaba el afamado Circo porteño, las funciones continuarían otra temporada.

Decididos ahora a ocuparse de su futuro artístico, bajaron las 3 cuadras que los llevarían por la calle Europa hasta el Paseo de Julio, y se dispusieron a remontar las 22 que los separaban del café en el que los esperaba con noticias, Paolo; noticias que anhelaban fueran buenas. Ninguno pudo dormir la noche anterior. La frescura del Río en sus caras los hizo olvidar por un momento de la angustia que lentamente empezaba a invadirlos. A esa hora se ponía lindo ir por el Paseo.

Caminaron mansamente, como si quisieran disimular la ansiedad. Caminaron bordeando el Río, a cuyas orillas se podían ver los numerosos "carritos" atendidos por “afroporteños”. Allí ofrecían por unas monedas, chorizos o morcillas calientes con pan, bien acompañados con un vino, servido en un gran jarro metálico, a los numerosos trabajadores portuarios. Se los veía tan exhaustos como hambrientos, después de una extensa jornada, y sin embargo demoraban eternamente el retorno al asfixiante conventillo. Era maravilloso ver a esa multitud de trabajadores riendo y discutiendo, con unos bríos inesperados luego de la dura tarea que esos varones desarrollaban durante el día. Era revelador ver el empeño que aquellos hombres ponían en dilatar el regreso adonde los esperaba el hacinamiento, el griterío, la carencia absoluta de intimidad.

A pocas cuadras ya de Charcas, se demoraron en la puerta de un boliche, donde cantaba uno de esos trabajadores portuarios, con una guitarra destartalada, tañida por el mismo, y acompañado por una flauta de no más de 14 años. Estuvieron tentados de entrar a probar frente a esa gente, y comprobar si su arte estaba a la altura del lugar. Los desalentó no sólo la ansiedad por las noticias que traía Paolo, sino también el estado que portaban la mayoría de los concurrentes, por demás alcoholizados.

Finalmente se hicieron de coraje, y enfrentaron la puerta de la esquina del boliche. Se sentaron a la mesa luego de un efusivo saludo con Paolo, quien los invitó con un café, que los muchachos prefirieron con un poco de leche. Eso de la yema no les parecía una buena idea, y a ninguno intimidaba que los héroes de Mayo lo hubiesen disfrutado, aquellas tardes en vísperas de la Revolución. Luego de un breve intercambio de opiniones acerca de Pepino el 88, del que Ángel se había convertido en fanático admirador, Paolo se apiadó de los muchachos y los informó de lo único que a ellos les interesaba saber, lo que desesperadamente anhelaban: el resultado de las gestiones de Paolo ante el alemán.

En un mes y medio, tiempo que los tres debían aprovechar para no dejar pasar el carro de la suerte, en un rincón escondido del frondoso Palermo, parapetados en las vías del Central Argentino, haciéndole fondo a las prestigiosas orquestas de Poncio, Campoamor y Bazán, en el restaurante de Don Juan Hansen, deberían determinar si tenían talento para seguir soñando, o tendrían que resignarse a gozar con el placer que provoca la música de los demás.
Claro que para eso, aun faltaban unos hermosos cuarenta y cinco días; ahora los esperaban unas cervezas en algún boliche del Paseo, tal vez en aquel del cantor y su moribunda guitarra. Allí el clima parecía propicio; al fin era tiempo de celebrar.



- IV -


Esa tarde, de sol y calor desmesurados, en la Plaza Euraska, debía haber casi 10.000 personas. El silencio era atroz, abrumador, agobiante; tenía cuerpo, peso, espesor; se sentía abismal. El impacto seco de la pelota contra las paletas, el golpeteo impetuoso de los pies contra el piso, algún esporádico grito demostrativo de esfuerzo o el violento resuello de los pelotaris, eran los únicos sonidos que se podían escuchar. Cada tanto definido, en cambio, generaba un estallido de la parcialidad favorecida con la momentánea alegría.
Rodolfo y Rosendo estaban definitivamente de parte del Entrerriano Zavaleta; en cambio Ángel no tenía decidida sus simpatías, y además hubiera preferido que estuviesen ensayando para el debut en lo de Hansen. El vasco Sarrasqueta, conocido como el chiquito de Eibar, gozaba del estruendoso afecto de la mayoría de los presentes, tal vez porque era local, pero también porque era el mejor jugador. Seguramente por esto haya terminado ganando el partido, y unos cuantos billetes producto de las realmente abultadas apuestas, aquel día en el Laurak Bat.

Durante la vuelta a la casa de Rosendo, caminaron haciendo un contrapunto entre los pretendidamente eruditos comentarios y lamentos sobre el partido perdido, y los ensayos de la rutina que debían realizar la cada vez más cercana y añorada noche. No eran más que cinco canciones las que les permitirían interpretar, pero eran más que suficientes para tenerlos desbordados por la ansiedad.
Estuvieron tocando los tres, intensamente, hasta pasada la medianoche, pese a los rezongos de la encantadora y oferente madre de Rosendo. Esa noche no cenaron; no tenían intenciones de perder tiempo en esas pequeñeces burguesas. Solo le hicieron un lugar al mate y a las tortas. El piano, el violín y la guitarra sonaban particularmente armoniosos; la ilusión y la frescura tenían un efecto clarificador en la música de los pibes. Estaban sonando casi como ellos querían, y eso era maravilloso, era glorificante.

- o -

Rodolfo y Ángel se levantaron muy temprano para ir caminando a pescar y nadar al Riachuelo. Querían despejar un poco la mente, no pensar por un rato en los ensayos y el ansiado debut. Isabel los acompañó, con la promesa de cebarles mate. A esa hora se podía caminar placenteramente, sin tener que soportar la furia tremebunda del Sol, disfrutando las melodías y tonos de los diferentes pájaros. Los tres se iban lamentando de esos chiquilines que se divertían cazándolos por la tarde. Isabel sin embargo, los comprendía, y prefería enojarse con los padres, a quienes creía verdaderos responsables de esa conducta. Algunos por lo menos, decía, lo hacen para comer, y esto es muy respetable. A Rodolfo lo seducía escucharla hablar en esos términos, porque parecía que le escapaba al asfixiante adoctrinamiento de su indomable madre.

La pesca fue francamente improductiva, no sacaron más que unos pocos pejerreyes demasiado pichones, los que en un alarde de sensatez, devolvieron al río. Pero para Rodolfo, de todas maneras, fue una mañana de provecho: logró convenir con Isabel, encontrarse el Viernes posterior al mentado debut. Contaban con la complicidad de Ángel y de unas amigas de Isabel, para ir juntos, por fin, al Circo Politeama Humberto Primo, donde Ángel les había contado que Pepino el 88 hacia maravillas con el lenguaje. Aunque, Isabel decía estar segura de que la representación de Juan Moreira le iba a gustar más que ese payaso charlatán. Esto molestaba mucho a Rodolfo, porque ahora le parecía que se estaba colando la madre en las ideas de Isabel, y nada podía ponerlo más triste e indignado. La vuelta, la hicieron en tranvía con miriñaque y sin pregonero. Estaba previsto seguir con la rutina de ensayos, de modo que no querían demorarse, y la vuelta caminando bajo el sol, habría sido desastrosa.

Después del almuerzo, se reunieron en casa de Rosendo, instituída oficialmente salón de ensayos del trío, con la entusiasta aquiescencia de Doña Mendizábal. Ensayaron toda la tarde, casi desbordados por la urgencia, apremiados. La fecha se les venia inexorablemente encima. Estaban tan emocionados como asustados. Empezaban a comprender, con desesperación, qué era el temor al fracaso.

Por la noche, después del Corso que proporcionó un poco de distracción frente a tanta angustia, Rodolfo fue con sus padres a comer a la Fonda de la Buena Sopa, de donde eran clientes consecuentes. Ángel estuvo invitado, pero no pudo eludir la celosa tutela materna. Les sirvieron, especialmente elegido, y como le gustaba a Don Adolfo, la especialidad de la casa: bifes de vaca fritos en grasa, con papas y huevos fritos de avestruz, todo regado con vino de la tierra importado. De postre, una novedad, y otra especialidad de la cocina de la Fonda, donde lo preparaban como nadie: queso fresco mantecoso con dulce de batata.

- o -

La última semana, previa al debut, ensayaron mañana, tarde y noche. Ángel, a veces no podía escapar a los padres, pero como estaba en vacaciones, en general lograban estar los tres. Con la ansiedad, iba creciendo el mal humor. De manera que para enfrentarse con el destino, y salir airosos, parecía que previamente debían superarse a ellos mismos.

El Sábado llegó por fin. El pecho los oprimía por la angustiosa espera. Morigeraron la locura, que los invadía lentamente, tocando hasta el preciso momento de salir hacia el “Tarana”. Se ataviaron con sus mejores ropas, lo que no hacían frecuentemente. Don Adolfo insistió en acompañarlos, pero los tres prefirieron arreglárselas solitos. Seguramente iba a estar Paolo, de manera que ante cualquier dificultad que no pudieran solucionar, finalmente podrían contar con la ayuda del Itálico amigo de Angelito, gracias a quien esa noche, iban a enfrentarse con un público ciertamente exigente.

Fueron caminando con lentitud, portando sus instrumentos, abrazados a ellos. Afortunadamente, la noche los benefició con un clima agradable. El calor no era tan agobiante, la noche predisponía a la música. Casi inesperadamente, súbitamente, se enfrentaron con las vías del Central Argentino, al cobijo del espeso Palermo. Las luces del “Tarana” se distinguían tímidamente entre los árboles. Había gente riendo en la puerta. Hombres y mujeres que en minutos serían “el público”.
Enfrentaron la puerta lateral, y entraron decididamente, saludando con cortesía al personal del restaurante. Les informaron cordialmente que en pocos minutos les tocaba, estaba terminando la orquesta de Bazán. Los convidaron con unos vasos de vino tinto. El sonido de los aplausos llegó con claridad, también algunos gritos. Se entregaron dócilmente al destino, tal vez con resignación, con una decisión rayana al misticismo. Empezaron a sentir una armonía desacostumbrada, escasa en los últimos días. Los invadió la confianza, la tranquilidad de conciencia, de quien sabe lo que quiere y para qué.
Subieron al escenario, con una actitud artística incluso por ellos inesperada, ante las miradas escudriñantes de la concurrencia. Rosendo, con los primeros acordes que sonaron con firmeza, en el piano del lugar, dio la señal esperada. Finalmente, el tiempo de tocar había llegado. El sosegado tiempo de los sueños, sólo por unos minutos, quizás perennes, quizás urgentes, le dejaba su lugar al de la verdad.



- V -


El piano de Rosendo sonaba decidido, concluyente, claro, efectivo. La guitarra de Ángel y el violín de Rodolfo acompañaban con convicción, dándole sustento. La voz de Rodolfo entregaba calidez junto a los versos del "Tango de la casera". La combinación era adecuada, armoniosa, luminosa. Los asistentes al “Tarana” agradecieron la interpretación de los pibes, y respondieron con un caluroso aplauso. La técnica del trío estaba funcionando, los reiterados y por momentos agobiantes ensayos estaban dando sus frutos.
El segundo tema confirmaba a los asistentes la simpatía que empezaban a sentir por los pibes. El conocido "Justicia Criolla", demostraba tener la efectividad que los tres habían sospechado. Los generosos aplausos les acariciaban dulcemente el alma, los regocijaban. La soñada aceptación, las sonrisas, algún esporádico comentario halagüeño, todo finalmente resultaba bien.

Según la rutina, meticulosamente ensayada, siguió un tema, sin nombre, que Rosendo compuso estremecido por la hombría con que Zavaleta había aceptado su derrota frente al Vazco Sarrasqueta, aquella tarde en el Laurak Bat. La entereza con la que aquel pelotaris enfrentó a la multitud, que deseaba vivamente su fracaso. “El Entrerriano”, pensaba Rosendo, debía ser su titulo, en homenaje a quien lo había conmovido. Sin embargo, los comentarios negativos de sus dos amigos lo desalentaban. Tenía una cadencia distinta, era menos rítmico que los dos anteriores, y los concurrentes no mostraban el mismo agrado. Sin embargo aplaudieron, con menos entusiasmo, es cierto, pero con la misma calidez.

El cuarto y quinto tema corrieron la misma suerte. Eran composiciones del Trío. El primero se llamaba “Isabel” -nombre elegido por Rodolfo-. El que seguía, “La Capital”. Ese público tan temido, sólo devolvió unos tibios aplausos a cambio de tanta ansiedad. Unos aplausos producidos más por una fórmula de compromiso que por el convencimiento.
Esas tres piezas finales, indudablemente el público no las aceptaba con el mismo agrado. Era gente más acostumbrada a los rítmicos compases de Campoamor o de Bazán, quienes habitualmente tocaban en lo de Hansen.

Una rara mezcla de satisfacción y decepción invadió a los tres por igual. Paolo los invitó a cenar, a modo de formal festejo. El Tano estaba contento, afirmó con gran elocuencia que el debut había sido exitoso, pese a esos opacos aplausos finales. Aseguraba que el dueño del lugar opinaba igual. Un Chianti sobre la mesa –concluyó-, es lo más adecuado para la celebración.
En cambio, los muchachos coincidían en la sensación de fracaso. Lo más querido por ellos, sus propias composiciones, definitivamente no habían gustado.

Comieron frugalmente, mientras escuchaban los insustanciales comentarios de la ineficazmente blonda compañera de Paolo. Los compases de la orquesta de Poncio sonaban de fondo. Sin dudas mucho más efectiva y contundente que el novel trío. Al menos, a la luz de la respuesta del público.
Sin embargo, los pibes no deseaban sonar como ellos. Ellos creían en otra música, en otro sonido. Era otro el destino musical que perseguían.

- o -

Rodolfo quedó en encontrarse con Ángel, en la esquina de Corrientes y Callao. De allí al Circo, donde esperarían a la hermana de este y sus amigas. Así habían acordado la semana anterior al debut de los muchachos, durante un mañana de pesca, en el río Chuelo.
Llegaron los dos puntuales. Desacostumbradamente puntuales.
Decidieron ir hacia el Humberto Primo, sin más demoras. Sabían que allá iban a tener que esperar, irremediablemente; pero era preferible.

A esa hora, los coches y las gentes se amontonaban desordenadamente en calles y veredas; hombres y mujeres transitaban lentamente por Corrientes, prestando suma atención a todo cuanto sucedía: sus futuros temas de conversación de toda una semana dependían de eso.

Ángel no quiso ocultarle a Rodolfo, el sólido futuro que sus padres habían decidido asegurarle a Isabel. Tampoco los ásperos sermones. Las sutiles presiones. Los discursos morales. Las promesas de verdadera felicidad. El recuerdo de las obligaciones sociales y familiares. El viaje a Italia como regalo de bodas, financiado por la familia Villorrio. La indignación de Ángel.
Ineludible, la desazón por una realidad diferente de la soñada, se introdujo en la conversación. Se juramentaron no pensar en eso por ahora. La decisión sobre su futuro artístico debía madurar sola, acordaron.

Ambos iban coincidiendo en sus quejas, acerca de la multitud de amigas que estaba previsto vinieran. Hubiese sido mejor sólo una, devenía en una situación más manejable.
Confirmaron holgadamente sus sospechas, la espera fue larga y las muchachas varias.

Enfrentaron la carpa del circo, y se ubicaron lo mejor que pudieron.
Casualmente, quizás no, Isabel y Rodolfo quedaron solos, separados por dos filas, detrás de Ángel y las chicas.
La obra “Juan Moreira” fue representada con maestría por la compañía del Podesta-Scotti, como estuvo previsto. Pepino el 88, finalmente los hizo reír con ganas, como prometió Ángel. Incluso a Isabel, pese a su inicial desconfianza.

Rodolfo la convenció sin mucho esfuerzo de no esperar los acostumbrados reingresos del payaso, ante los furiosos e insistentes aplausos de la numerosa concurrencia.

Se fueron caminando bajo una resplandeciente Luna, hacía 11 de Septiembre, finalmente solos. Alejándose lentamente de los aplausos y el griterío que llegaban suavemente desde el interior de la carpa. Conversando animadamente, comentando el maravilloso espectáculo que acababan de ver.

Eligieron unas calles laterales. Oscuras. Secretamente vacías. Cómplices. Ya cansados se sentaron sobre el pasto, tras unos árboles ubicados en un solar pequeño.
Íntimos, tuvieron la certeza que nada más había a su alrededor. Que sus vidas no eran sino ese momento. Unieron sus enamorados cuerpos y sus ardientes almas.

Dejó de existir repentinamente la luminosa Luna, la añosa arboleda. No se acordaron del debut de Rodolfo, ni de la Madre de Isabel. No pensaron en el futuro del trío.
Tampoco en el feliz matrimonio que los padres tenían programado para Isabel.



Publicado originalmente en la revista Desalmados Monteros.

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