Luisa estaba cruzando unos saludos con Bety, quien volvía un rato de la ruta y paró a comprar unas tortas a las brasas, para acompañar los mates. De pronto escucharon el sonido aparatoso provocado por el choque del cuerpo de José contra la suelo.
-¿Qué pasa, José? –gritaron asustadas. Las dos corrieron hacia el cuerpo.
Cata, la mujer de José, salió empujando a los chicos hacia dentro de la casa. Cuando vio el cuerpo de su marido tendido sobre la vereda, le sobrevino una angustia desoladora, quizá provocada por la certeza de estar viviendo un momento largamente temido, y descerrajó un estruendoso grito que le oprimía el pecho: -¡¿Qué pasó, José?!
Un vecino, alertado de la situación por el desacostumbrado griterío, dispuso inmediatamente su 504 modelo ’76 devenido en remise, cargaron el cuerpo sin respuestas, y lo llevaron a la salita de Budge. De allí los mandaron al Hospital de Lomas, ya que, según les explicaron, un cuadro cardíaco como el que presentaba José, no estaban en condiciones de atender.
En el hospital tampoco los atendieron, estaban de paro; sin embargo, debido a la urgencia que presentaba indudablemente la situación, consiguieron una ambulancia para trasladarlo de urgencia. Terminaron en Lanús, y afortunadamente allí sí, lograron hacerlo atender en el Hospital municipal.
Seis interminables días duró la angustia de Cata, su familia y vecinos. En la madrugada del sexto día les informaron que José, había muerto.
En ese momento, comenzó un calvario, del que jamás sospecharon se podía padecer. Lo que pareció el fin de la agonía, no fue más que el disparador de una locura, imaginable sólo dentro de una pantalla.
Los trámites no parecían complejos. Los realizaron casi con despreocupación, hasta el preciso momento en que le comentaron a los empleados de la morgue su intención de conseguir un móvil para trasladar el cuerpo inerte hasta una sala de Fiorito, donde se iba a realizar el velorio.
Los empleados les informaron sin demostrar pudor alguno, que en ese caso deberían abonar dos mil pesos en efectivo, ya que ese requisito, según disponía la normativa del municipio, era imprescindible para proceder al traslado.
-¡¿Cómo mierda querés que consiga ahora dos lucas, de dónde?! –preguntó indignado y alzando un poco la voz, el hermano de José, asumiendo impensadamente que eso era lo insensato del reclamo del burócrata.
-No lo digo yo, lo dice la normativa vigente, –respondió con voz y gesto graves, el incólume empleado; –la alternativa prevista en el código –prosiguió inmutable-, para los casos de deudos que no cuenten con recursos para el traslado, es el entierro en el cementerio de Lanús a cargo de la comuna, naturalmente, y la cesión sin cargo de una sala en el mismo por el espacio de dos horas, para la realización del velatorio. Ustedes son quienes deciden...
Gerardo, así se llamaba el hermano de José, repuesto ya del golpe emocional, llamó desde su celular a un conocido muy vinculado al gobierno provincial, quien le debía varios favores.
Al cabo de casi una hora y media de nerviosa expectativa, sonó el teléfono, anunciando la esperada solución. Gerardo habló sólo unos minutos con su interlocutor, con quien negoció una solución con rapidez, lo que demostraba tanto su estrecha relación con él, como su clara comprensión de la lógica de la situación. Acto seguido, le pasó el aparato al empleado, quien se dispuso a escuchar de manera serena y atenta.
Por la tarde estaban finalmente viajando con el cuerpo desbordado de dolor hacia Fiorito, y también con el compromiso de juntar otros trescientos pesos más, que el empleado vendría a buscar al día siguiente a la casa de Cata. Los primeros los hubo conseguido Bety, mediante una colecta realizada entre los vecinos, y del mismo modo intentarían conseguir los restantes, como también el dinero necesario para el velorio y el entierro. José, luego de dos años de infructuosos esfuerzos por conseguir un empleo tras el cierre de su tornería y vender por monedas sus máquinas, no les dejo más que deudas a sus deudos; no tenían otra forma de conseguir el dinero necesario.
Al día siguiente y según lo acordado, a las ocho y media de la mañana se presentó el empleado en la casa de Cata, a cobrar lo que faltaba. Bety consiguió casi todo, Gerardo ayudo con lo que pudo.
Todavía faltaba juntar para la sala y el entierro.
Diego, el hijo mayor de Cata y de José, estaba con los pibes de la barra tomando unas cervezas en el kiosko de “La Gorda”, sobre la avenida. A Cata no le gustaban nada esos amigos; mala junta –le decía cada vez que Diego se lo permitía. Además, le reclamaba que prefería siempre estar con ellos a ir con la familia al templo.
Estaban cansados y aburridos en el velorio, y decidieron morigerar un poco la tristeza de Diego invitándolo con “unas birras”.
El Renault 12 verde comenzó a frenar cuando el ominoso semáforo optó mecánicamente por el color rojo. Hacía calor, por lo que el sonriente conductor tenía todas las ventanillas abiertas. “Pomo” y Diego se miraron y entendieron en seguida la oportunidad que parecía estar presentándose. Era Domingo y casi no había movimiento en el barrio, de manera que la hora no importaba, y tal vez algo podrían sacarle de positivo a la ocasión, literalmente. El tipo del R12, ya despojado de su sonrisa, su billetera y su reloj, huyó aterrorizado cuando la luminosa 22 dejó de presionarle la sien.
Los pibes volvieron al barrio contentos por lo inesperadamente fructífero que resultó el día. Se quedaron con uno de los de cien más los billetes chicos para repartir entre ellos, y los otros dos de cien se los llevaron a Bety. Después de todo, la familia de Diego ahora los necesitaba más, y con lo que se quedaron estaba más que bien para un Domingo a la mañana.
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