Levi Freisztav lee, escribe, pinta y talla maderas, hasta la caída de la tarde. Más, no. Ya los ojos sienten el paso y el peso de los años; y él prefiere guardar los ojos para mirar las montañas.
Con la mirada clavada allá, en los altos picos donde se enredan los jirones del crepúsculo, Levi evoca los tiempos idos. Ya hace casi medio siglo que se vino a la Patagonia, desde Buenos Aires, por casualidad o curiosidad, y aquí se quedó para siempre: caminando estas tierras y estos aires, Levi descubrió que sus padres se habían equivocado de mapa cuando le dieron nacimiento.
Apenas llegó al sur, este sur que iba a ser su lugar en el mundo, Levi consiguió trabajo en un proyecto de hidroponía. Un doctor del lugar había leído, en alguna revista, que los norteamericanos estaban plantando lechugas en el agua, y el doctor decidió poner en práctica esa novedad. Levi cavaba, clavaba, sudaba, montando día tras día una complicada estructura de tubos acanalados, hierros y cristales. Si lo hacen en Estados Unidos por algo será, decía el doctor, es una fija, no puede fallar; esa gente está a la vanguardia de la civilización y de todo, llevamos varios siglos de atraso; la tecnología es la llave de la riqueza.
En aquellos tiempos, Levi era todavía un bicho urbano, un hombre del adoquín o del asfalto, de esos que creen que los tomates nacen del plato y se quedan bizcos cuando ven un pollo que camina. Pero un día, contemplando las inmensidades de la Patagonia, la vasta verdería de estos valles vacíos, se le ocurrió preguntar:
–Oiga, doctor. ¿Valdrá la pena? ¿Valdrá la pena, con tanta tierra que hay?
Perdió el trabajo.
Visitas
Había corrido la sangre, sangre de los inocentes y sangre de los valientes y Sicilia parecía por fin libre de mafiosos.
Entonces, llegaron los extraterrestes. En la ciudad de Palermo, que está en la punta de esa isla que la bota de Italia patea, un vecino llamado Salvatore denunció a la policía que un extraterrestre le había robado la motoneta. Otro vecino, Sergio, publicó una carta, en un diario local, revelando que había sido secuestrado por unos enanos con antenitas.
Mientras tanto, otro vecino, Aldo, se preparaba para viajar al espacio sideral. Tenía listo el equipaje, no más que un par de zapatillas y una camiseta, ayunaba para no pesar y se había afeitado todo el cuerpo, hasta las cejas, para que la astronave pudiera aspirarlo sin que los pelos molestaran la fuerza magnética. Había un planeta, decía Aldo, donde las máquinas hacían todo y la gente era feliz.
El desobediente
Wagner Adoum andaba en su automóvil con la vista siempre clavada al frente, sin echar jamás ni una sola ojeada a los carteles que daban órdenes al borde de las calles de Quito y de las carreteras del país. Los amigos le decían que eres un suicida y un peligro público, que ya basta de provocar zafarranchos y estampidas, tienes que respetar los carteles, hazlo por tu vida y por la vida de los demás.
Pero él se defendía. No lo hago por distraído, decía:
–Yo nunca maté a nadie. Y si tengo los años que tengo y sigo vivo, es porque nunca hice el menor caso a los carteles.
Gracias a eso, decía, él no había bebido un océano de coca-colas, ni había comido una montaña de hamburguesas, ni se había cavado un cráter en la panza tragando millones de aspirinas y había evitado que las tarjetas de crédito lo hundieran hasta los pelos en el pantano de las deudas. Y así se había salvado de morir por ahogo, indigestión, hemorragia o asfixia.
El funcionario
Horacio Tubio había alzado casa en el valle de El Bolsón, pero la casa no tenía luz eléctrica. El había venido desde California, cargando sus modernos chirimbolos: la computadora, el fax, el televisor y el lavarropas se negaban a funcionar con luz de velas.
Horacio acudió a la oficina correspondiente. Lo atendió un ingeniero. El ingeniero consultó unos enigmáticos mapas y respondió que ya el servicio estaba funcionando en esa zona.
–Sí, funciona –reconoció Horacio–. Funciona en el bosque y solamente en el bosque. Los árboles me dijeron que están agradecidos, pero ellos no necesitan luz eléctrica.
El ingeniero se indignó:
–¿Sabe cuál es su problema? La arrogancia –sentenció–. Con esa arrogancia, usted no va a conseguir nunca nada.
Horacio se retiró, cerró la puerta. Y enseguida golpeó, toc-toc:
–¡Adelante! –mandó el ingeniero.
Toc-toc, seguían los golpecitos.
El ingeniero se levantó y abrió: Horacio estaba allí, de rodillas humillando la cabeza:
–Usted, ingenierio, que ha tenido la suerte de poder estudiar...
–Levantese, levantese.
Arrodillado, Horacio gemía:
–Usted que tiene un título, ingeniero...
Horacio miraba al suelo; el ingeniero miraba al techo:
–Levantese, por favor.
–Comprenda mi situación, ingeniero, yo quisiera aprender a leer, pero no tengo luz...
—Le ruego que se levante –suplicaba el ingeniero.
–... y sin luz, ¿cómo voy a aprender a leer? –insistía Horacio, las rodillas clavadas al piso–. Usted comprenda...
Al día siguiente, la luz eléctrica llegó a su casa.
El cielo y el infierno
Los bisontes de Altamira siguen huyendo; la Gioconda sigue ofreciendo su sonrisa sobradora; no se han muerto los fusilados que Goya pintó ni se han marchitado los girasoles de Van Gogh. Cuando dan inmortalidad a lo que pintan, aunque sea no más que una terrestre y mortal inmortalidad, los artistas desafían la ley divina: Dios sospecha, con toda razón, que estos señores quieren hacerle la competencia y eso a El no le gusta ni un poquito.
El Tola Invernizzi, que es del oficio, sabe que los pintores no van al Cielo. Pero tiene esperanzas. Fuentes bien informadas le contaron que allá en las alturas han cambiado, en estos últimos días, las leyes de inmigración y que ahora están otorgando facilidades. Ya San Pedro no alza la mano para impedirte el paso:
–Usted no ha sido tan bueno como dice.
En cambio, el portero de Dios te palmea la espalda:
–Usted no ha sido tan malo como cree.
Dice el Tola que le dijeron que la nueva política celestial se explica porque el Paraíso se ha quedado casi vacío. Algunas almas, las más santas, ya no podían soportar las comodidades del aire acondicionado sabiendo que hay otras almas condenadas a achicharrarse en el fuego y, por solidaridad, han renunciado al reino de la salvación y se han arrojado a los abismos. El eterno aburrimiento ha empujado a otras almas, no tan santas, a pedir el retiro, hartas como estaban de pasarse la eternidad escuchando siempre a los mismos angelitos tocando siempre el mismo concierto para arpa sola y siempre sobre la misma nube. Y otras almas, muchas, han sucumbido a la publicidad, que desde el infierno promete calor tropical, carne a las brazas, trago gratis, amor libre y otras perdiciones.
Progresos (por Eduardo Galeano)
No te salves, de Mario Benedetti, interpretado por Miguel Angel Sola.
No te salves
Mario Benedeti
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
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