Difícil es negar que el deporte está perdiendo, definitivamente, el espíritu del que estuvieron imbuidos los más conocidos de los cuatro juegos antiguos celebrados por los griegos -los otros eran: los ístmicos, los píticos y los nemeos-, y se está transformando en algo cada vez mas claramente asimilable al Circo Romano.
En este contexto, fue por lo menos grotescamente gracioso, que los organizadores de Sydney 2000, eligieran como icono de las medallas para la edición de los Modernos Juegos Olímpicos a desarrollarse allí, una imagen del Coliseo Romano.
Mas allá del tan torpe como increíble error histórico, que hoy de algún modo repiten con absurdas restricciones a la libertad de expresión, tales como la prohibición de exhibir la figura del Che Guevara, alegando canallescamente motivos de seguiridad, desnudándose con crudeza, lo que me parece altamente sugestivo, tanto como que aquellos organizadores Australianos y el Comité Olímpico Internacional -a todas luces más afecto al dinero mal habido que a los libros de historia-, hubieran hecho aquella, a la vez que desafortunada, esclarecedora elección.
Lo de Sydney fue, indudablemente, un acto fallido colectivo. El de estos juegos, que ya empiezan a verse más claramente como ostentación de la riqueza de las naciones, quizá sea más buscado que el producto de un error en la forma de entender la democracia, probablemente sea más consciente de lo por nosotros deseable...
De su pasaje lento y doloroso de su huida hasta el fin, sobreviviendo naufragios, aferrándose al último suspiro de los muertos, yo no soy más que el resultado, el fruto, lo que queda, podrido, entre los restos; esto que veis aquí, tan sólo esto: un escombro tenaz, que se resiste a su ruina, que lucha contra el viento, que avanza por caminos que no llevan a ningún sitio. El éxito de todos los fracasos. La enloquecida fuerza del desaliento...
(Ángel González)
domingo, 29 de julio de 2012
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