Del viaje en avión poco me queda para contar, salvo que nunca imaginé que fuera tan poco agradable viajar en uno. Viajas muy incomodo durante casi doce horas desde Buenos Aires hasta Madrid, con el culo fruncido, convenciéndote que esos sacudones son algo normal, que no debes asustarte, y que esa sensación de estar en una montaña rusa que de pronto te asalta no es nada, que sólo se debe a que no estás acostumbrado. Y como para redondearla, cuando pasó el enorme susto provocado por el enorme golpe de las ruedas contra la pista de aterrizaje, todavía quedan más dos horas de espera en el Aeropuerto, y otra hora en un avión aún más chico y por tanto más angustiante. Según parece, éste es el primer costo de la emigración. Aunque imagino que peor era viajar casi dos meses en barco.
Es muy extraño caminar por las calles del centro histórico de Lugo, el que se encuentra amurallado, porque las calles son de cualquier tamaño, las esquinas de las formas más inauditas, y en algunos lugares desde una ventana casi se puede tocar la ventana del vecino de enfrente. Son contadísimas las calles rectas, no sólo en el centro histórico, porque, por lo general, extramuros también las calles son algo “atrapalladas”. Lo que me sugiere inmediatamente que los próximos meses me la voy a pasar perdiéndome, lo que, bien mirado, tan mal no está porque me permitirá conocer más a fondo la docta y noble Lucus Augusti.
Una sensación extraña me recorre los huesos cuando camino por sobre la muralla que rodea el centro histórico. Esta muralla, hace pocos años declarada patrimonio cultural de la humanidad, de unos nueve ó diez metros de altura, de más de dos mil metros de circunferencia y de unos siete u ocho metros de ancho, se puede recorrer caminando o en bicicleta. En una época, parece que incluso podían circular sobre ella otro tipo de vehículos, pero para su mejor conservación, ahora no. Data de, aproximadamente, el siglo III d.c. y fue construida por el Imperio Romano, tres siglos después de fundar la ciudad, como avanzada de su ejercito. Nunca en mi vida recorrí algo construido hace tanto tiempo. En mi condición de argentino, lo viejo era del siglo pasado, o el anterior. Y por cierto que no es la única referencia histórica, ya que recorriendo el centro te encuentras con edificios públicos o religiosos que datan del medioevo (algunos de más de 1000 años) sin solución de continuidad.
A diario, cuando estamos por volver al mediodía a casa (aquí todo el mundo para a la siesta), pasamos por el bar de un amigo llamado “Jazz & Beer”. Allí el viejo se pide un vinillo. Yo, en cambio, una caña de cerveza Guinness negra. Acompañada de unos pinchos, siempre muy ricos, y de buena música. Creo que a esto me voy a acostumbrar. Unos vinillos gallegos nos hemos tomado, nada del otro mundo, pero están bien. Mejor si son de La Rioja, claro. Los chorizos, el queso, las papas, el pescado, el cerdo y todo lo demás, me obligan a decir que, sinceramente, dudo mucho que extrañe la comida argentina.
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Así como aquí casi no hay calles rectas, tampoco hay llanos; no localizas un lugar donde recorrer un kilometro sin subir o bajar. Lo que transforma en agradable incluso mirar por la ventana mientras escribo estas líneas, mate de por medio y a 500 metros del nivel del mar, desde donde se pueden ver las montañas Ancares y algunas casas desparramadas por las laderas de las pequeñas sierras que rodean la ciudad.
¿Cómo describo el aroma del aire que respiro? Confieso que no puedo, carezco de esa capacidad, sólo puedo decir que aquí se respira divinamente. Sea que caminemos por el parque “Rosalía de Castro”, rodeando el centro sobre la muralla o regateando esquinas por las zigzagueantes calles del centro lucense. Claro que las otras ciudades gallegas que fui conociendo son igual de intrincadas y ondulantes que Lucus Augusti. Como Mondoñedo, lugar de nacimiento de mi abuela Clementina, donde conocí la confitería “La dulce alianza”, en la que mi bisabuelo, Don José Ricardo López, inmortalizó, y Alvaro Cunqueiro certificó, la ahora célebre “Tarta de Mondoñedo” y los maravillosos cañones de crema pastelera que muchos quieren remedar sin el mínimo éxito; y donde sospeché el resuello feliz del pibe que mi viejo en ese momento recordaba y el golpeteo tormentoso de aquellos mismos pequeños zapatos bajando las escaleras ahora rejuvenecidas. O como Ferreira do Valdouro, donde conocí la casa en la que mi viejo dio sus primeros pasos de la mano de Clementina y de Benigno, quien allí mismo hubo dado los suyos; o como Foz, donde conocí el Cantábrico, del que aún siento su presencia en mis labios y sospecho enlazaremos nuestras almas por un largo período; o como Villalba, o como… Todas tienen la misma mística. Parecen sitios surgidos al siglo XXI a través de algún pasadizo temporal desde el medioevo profundo. Ciudades grises, mágicas, pétreas pero vívidas, con alma. Ubicadas al borde de una montaña o en lo profundo de un valle. Donde desde la intensa soledad de sus laberínticas calles puede estallar sorpresivamente la romería más alegre, regada y desbordante.
De ese viaje en el tiempo me quedaron las carreteras, siempre subiendo, siempre girando, siempre bajando. Las montañas, por momentos de presencia absoluta, intimidante; y en otros, apenas sospechadas en las pausas que hacen los soberbios bosques, perpetuos. Y las abras de las montañas por donde proliferan, que le confieren robustez a esta tierra. No tengo dudas de su género: es el femenino; Galicia es madre y es tierra.
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Del parque “Rosalía de Castro”, más que explicar el origen del nombre (inspirado en el talento poético de quien bien merecido se tiene el homenaje), me gustaría contarles que caminé con mi viejo por allí, y sentí profundamente que él, en cambio, estaba caminando no con éste que soy, sino con quien yo fui hace más de 30 años. Es un poco difícil transmitirles esta sensación que barrunto cierta, pero estoy seguro que por momentos el viejo creyó vívidamente que yo era aquel pibe de 9 ó 10 años que una vez fui, como él era cuando debajo de esos mismos árboles disfrutaba de la vida. Cuando, como intuyo vislumbra ahora, era feliz. Creo que entonces yo también lo era.
Una experiencia que me puso a prueba y de la que ignoro aún cómo salí, fue cuando conocí la “Rinconada del Miño”. Cuando estaba en Ezeiza, a un amigo del alma que tenía al lado le conté acerca de lo provinciano que me sentía en ese momento. Imagínense cómo me habré sentido cuando caminando por esas calles que tan elocuente y entusiastamente describí, emergen unas “Casas de Putas”, donde unas señoras pasean mostrando sus exuberantes y trémulas carnes, en plena calle. Y qué me dirían si les aclaro que sucedió a pleno mediodía, con Febo en el cenit, un día de semana como cualquier otro. Y yo que me creía un piola del Abasto.
Este inefable barrio del centro de la docta y noble ciudad de Lugo, investido de casas de digno y perenne infortunio, esgrime un singular mérito: al doblar una esquina tan impredecible como estrecha, parado en medio del irregular empedrado, estiré mis brazos, e incrédulo comprobé, que con la punta de los dedos de cada una de mis manos tocaba las opuestas e inmediatas paredes.
Un párrafo aparte merecen las casas de campo en las afueras de la ciudad. Fuimos invitados por unos amigos de la infancia de mi viejo, a pasar el día de Galicia, el 25 de julio, en una casa de las afueras. Todo fue a lo gallego: comenzamos al mediodía y terminamos con las últimas luces del día, orillando las 10 de la noche, en un edificio de casi cien años, refaccionado y conservado. Asado, partidos de tute, tertulias, vino, orujo con finas hierbas, tartas de almendras; todo abundante y de la tierra, muy abundante, inagotable. En esta cálida casa, donde cualquiera se sentiría a gusto viviendo pese a su origen humilde y sus casi cien años, afuera, patio mediante, hay una pequeño cuarto, solitario y redondo, gobernado por una parrilla, secundada por horno y brasero, constituido por paredes y techo de barro, cubierto de pajas y hojas. Yo creo que dentro de ese oscuro cuarto decimonónico, quien no se ilumine y ase la mejor parrillada de la tierra, no tiene sangre en las venas.
Un locutor portugués, con tono monocorde, sigue relatando el cero a cero del PSG frente al Porto. Mi vaso de Whisky ya está casi vacío. La noche amenaza devenir en llanto. No será mío sino del cielo. Esperemos no sea eterno. Yo, entre tanto, me transformaré en sueño, y si puedo, en sueños.
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Creo haber determinado qué no voy a extrañar de Buenos Aires: el olor, los aromas. Buenos Aires no tiene olor, no tiene aromas. Hasta ahora estaba convencido que era incapaz de sentir y disfrutar los aromas, y envidiaba secretamente a aquellos personajes de películas y novelas con recuerdos del olor de su hogar infantil o de algún lugar específico. Sin embargo, sé cómo huele Galicia. No es que me convertí de pronto en el protagonista de “El Perfume” de Süskind, es que el aroma de esta tierra se planta frente a ti, y te impone su rotundidad.
Según datos oficiales, Galicia está forestada en un 55%. Esto incluye bosques de pinos traídos de América. La implantación de esos pinares generó un debate en el que los más galegistas esgrimían cómo argumento, para oponérsele, que ésas eran especies foráneas y por tanto incompatibles con el “ser galego”. Qué absoluta insensatez. Pese a esto, y cómo ensayo de descripción del “ser galego”, otra historia: en los últimos tiempos, y a consecuencia de la catástrofe del “Prestige”, en Galicia se enarboló la consigna “nunca mais”. Los grupos nacionalistas, encaramados en esta idea fuerza del pueblo gallego, lanzaron “com Espahna nunca mais”. En una fiesta de las incontables que a diario se desarrollan aquí, y en reivindicación de esta consigna, un grupo de feirantes se hizo estampar remeras que rezaban: “Nunca mais. Chapapote nunca mais, e Albariño moito mais”. Aún a la hora de ser galegistas priorizan la fiesta. Eso, me parece, es el “ser galego”.
Conocí A Coruña: el Riazor, el Orzán, el Faro de Hércules (siglo 2 d.c.), el castillo de Santa Cristina, La marina, La ciudad vieja, La plaza mayor, y más, aún hay más. Fue una visita superficial, pero quedé extasiado. Qué maravillosa ciudad.
El castillo de Santa Cristina está construido a unos 200 ó 300 mts del paseo de la costa, donde termina la playa y comienza el mar. Al mediodía estuve caminando alrededor del castillo, al que se accede por un angosto puentecito sobre la playa que deviene en grandes escaleras de piedra. Bajo el puente y a ambos lados, algunos bañistas y pescadores disfrutaban de un día de sol en la playa. Tres o cuatros horas después, volví a tomar unas cañas en un bar con vista al castillo de marras. Y quedé pasmado al comprobar que ahora era una isla. La marea había subido y la playa, incluso el puentecito, se ocultó bajo las aguas.
Un rato después las olas rompían sobre el malecón, algunas con tal intensidad que mojaba a los parroquianos de los bares ubicados en este paseo. Prácticamente nadie se movió, seguía la fiesta.
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Ayer viajamos a Vigo. El sur es Galicia en estado puro. La impronta de las montañas se impone irremediablemente. Y aparecen con mayor intensidad los colores en una tierra pletórica de coloraciones, tonalidades, matices: verdes, marrones, ocres, grises, azules, morados, amarillos, rojos, blancos, dorados, naranjas. En los centros urbanos, en armoniosa integridad con la tierra, también los colores fluyen por doquier. No es una acuarela atiborrada de colores estridentes; es una paleta armónica, espléndida pero armónica. Y en contraste, mis recuerdos de un Buenos Aires gris y monocromático.
Llegando a Pontevedra estalló Galicia en viñedos de uva Albariño. En los campos, en los jardines, en los baldíos, en la ladera de la montaña, en los valles. Entre los parrales se distinguen techos de casas aprisionadas por los viñedos. Parrales que nos ofrecen la uva distintiva de Galicia, y una maravillosa sombra.
La ría de Vigo es majestuosa y serena, invita a descansar de los bravíos mares costas afuera. No puedo evitar imaginar los bravos e infructuosos combates por el control de Vicus Spacorum de Francis Drake. Por momentos, algunos destellos dorados asoman en su superficie, sospecho que quizá sean piezas de oro del tesoro de las Indias aún sin recuperar.
Debo decir de Vigo que es espléndida, pese a lo breve de mi inspección. Una gran ciudad, de importantes industrias, económicamente muy activa, de más de 600.000 personas en su centro urbano y aldeas aledañas, pero con la impronta de Galicia. Vigo está construida sobre la ladera de una montaña y en una margen de la ría. Frente a Vigo, emerge Cangas, una ciudad pesquera de menos de 30.000 habitantes, con las mismas características de Vigo. La vista desde las calles del centro de Vigo, de la ría y Cangas al frente, y Vigo elevándose detrás, es abrumadora.
A la vera de las rutas gallegas, se yerguen unos molinos generadores de energía eólica. Pueden verse por toda la autonomía sin solución de continuidad. Este proyecto comenzó en los años ’80 y sigue desarrollándose sin pausa. El plan en vigencia es que en los próximos años más del 50% de la energía consumida por la comunidad autonómica de Galicia sea provista por las energías renovables, lo que pone a Galicia a la vanguardia mundial del desarrollo de fuentes energéticas no contaminantes.
En cada recorrida abundan las cañas, los chatos, los pinchos y las tapas. Supongo que a estas alturas deben suponer que esto va de suyo. Es que no se puede caminar por Galicia si no se entrega uno a este ritual. Debo decir, sin embargo, que todavía no pude conectarme con los gallegos. Quizá, Galicia es tan poderosa, tan abrumadora, que su gente magnetizada por ella no logra abrirse fácilmente. Es probable también, sin embargo, que aún no haya logrado desencriptar los códigos secretos de su lenguaje. O quizá, aún la impronta de mi propia tierra, pródiga en gente maravillosa y entrañable, me impida a mí detectar esos resquicios, o valorarlos debidamente. En cualquier caso, sé claramente qué es lo que sí voy a extrañar de mi patria: su gente.
Anotaciones hechas, de manera desordenada, y a corazón abierto, durante los primeros meses de mi emigración a Galiza, a finales del año 2003.
Ta recontra bueno rafa, ya hablaremos pa montar algo juntos por allá, tenemos un ropero lleno de material pa una muestra idea de "Diarios de un ilegal" de cuando con lucre estuvimos acá los primeros años, buenísima cronica, muy del cuore!
ResponderEliminarmao y lucre
Es verdad todo lo que decís. Respecto a los olores acotaré que no todos son aromas dulces a pino silvestre del pirineo español. Muchos de mis pacientes tienen un olor a chivo que espanta. Y a ajo, que molesta menos. Al igual que vos no extraño ni el morfi, ni el quilombo del tráfico, ni a los tacheros parlanchines, ni al Clarín.
ResponderEliminarA mi vieja, a mis amigos, al jacarandá de mi puerta y a la dulzura y amabilidad de nuestros compatriotas.
Un abrazo Rafex.
Hernán.
Sucede que cuando esto escribí aún no había viajado en bondi con los gaitas, ni compartido oficinas con ellos. ;-)
ResponderEliminarNo digo que no se puedan amar los lugares, pero uno ama los sitios en donde fue feliz, y eso no es posible sólo con paisaje, uno solo no es feliz verdaderamente, hace falta el otro.
Abrazo Hernán.