Miré el reloj y eran las cuatro de la mañana. Hacía exactamente 24 horas que estaba sin dormir, pero no tenía sueño. Era, técnicamente, 31 de octubre, pero para mí, igual que para los dirigentes, militantes y periodistas que estábamos en el Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, en la calle Alsina –de la misma manera, quizás, que para millones de argentinos–, el 30 de octubre de 1983 no había terminado. Nos faltaba, todavía, ver y escuchar a Raúl Alfonsín. No al mismo Alfonsín que habíamos visto antes, en mi caso hacía apenas unas horas, sino a este otro, el que todavía no llegaba. Esperábamos, aunque fuera el mismo, a un nuevo Raúl Alfonsín: al presidente electo de esa democracia a estrenar en cuya inminente realidad aún costaba creer.
Lo había visto la mañana anterior –la mañana de ese 30 de octubre que aún superado se negaba a terminar sin su presencia–, exactamente a las siete y cuarto, en el living de su casa de Chascomús, mientras se preparaba para ir a votar. El breve diálogo que tuvimos ahí –sin siquiera sentarnos, en presencia de un custodio que me apuraba– lo escribí ya varias veces, la primera de ellas esa misma mañana, para una revista de Editorial Atlántida; la última en otra contratapa de Miradas al Sur. Y siempre me pasa lo mismo, no necesito consultar ningún archivo para reproducirlo.
Recuerdo la escena como si fuera una foto, y cada una de las palabras:
–¿Nervioso, doctor?
–No, muchacho. Contento.
–¿Qué significa haber llegado a este día?
–El comienzo de cien años de democracia...
–¿Quién gana?
–Hoy gana la democracia, ganamos todos los argentinos...
–Doctor, usted sabe que no le pregunto eso. ¿Quién gana: Luder o usted?
–Nosotros, muchacho. Ganamos nosotros –me contestó.
El de aquella mañana era un Alfonsín diferente al que me había tocado entrevistar por primera vez, hacía poco más de dos años, para publicar una pequeña crónica en Diario Popular. Corría agosto de 1981 y Renovación y Cambio de Avellaneda había organizado un asado para reunirlo con algunos periodistas en la sede de un club perdido de Dock Sud al que me había costado llegar. La democracia parecía todavía una meta lejana, casi inalcanzable, pero durante la comida Alfonsín se había mostrado convencido de que la dictadura ya no tenía demasiado margen para sostenerse. La charla, distendida, se había hecho larga cuando alguien le preguntó: “¿Usted quiere ser presidente?”. Había demorado unos segundos antes de responder: “El problema no es quién va a ser presidente, sino que va a encontrar un país destrozado”. Aquel era un Alfonsín ceñudo, reconcentrado. En cambio, el que había entrevistado esa mañana del 30 de octubre en Chascomús se mostraba nervioso –aunque lo negara– pero optimista.
Alfonsín había votado poco después de las ocho de la mañana en una escuela distante a unas diez cuadras de su casa, rodeado de periodistas. No había sido fácil registrar la escena, porque la directora de la escuela –mujer de extraordinario porte, vestida completamente de negro a excepción de un pañuelo de cuello rojo federal– intentó impedirnos la entrada. Pasamos igual. De ahí, todos hacia Buenos Aires. Alfonsín hacia la quinta de su amigo Alfredo Odorisio, en Boulogne, donde esperaría los resultados del escrutinio acompañado por familiares, unos pocos dirigentes y algunos periodistas escogidos que lo habían acompañado durante toda la campaña. Yo fui a votar a una escuela de Barracas, donde corté boleta. No voté a Alfonsín, tampoco a Ítalo Luder –candidato peronista y firmante del decreto de "aniquilamiento de la subversión" que había prometido en campaña no derogar la ley de autoamnistía que los genocidas se habían regalado a sí mismos para no ser juzgados–, sino que metí en la urna la boleta presidencial de Oscar Alende, del Partido Intransigente, acompañada por la de candidatos a diputados de la Democracia Cristiana, encabezada por el militante por los derechos humanos Augusto Conte. Después de votar por primera vez en mi vida, me fui caminando por una ciudad esperanzada e inquieta hasta el local de la calle Alsina.
A las cinco de la mañana todavía seguía(mos) esperando a Alfonsín, que no llegaba. En ese 30 de octubre interminable del Comité Nacional de la UCR, el correr de las horas había ido aflojando la tensión para desembocarla en euforia.
Festejaban todos los que iban llegando, menos el senador electo por la Capital Federal Fernando de la Rúa, que con tono pontificio decía que había que respetar la solemnidad del acto electoral. Por entonces, el resultado estaba cantado: Raúl Alfonsín era presidente electo.
Sin embargo, las primeras horas después del cierre de los comicios habían sido inciertas. En cierto sentido, a los periodistas que estábamos allí, el Comité de la calle Alsina nos mantenía aislados del mundo. Había sólo cuatro líneas telefónicas para comunicarse con las redacciones, de modo que los únicos datos que teníamos eran los de los propios radicales. Decían que iban ganando, que ganaban, que ya habían ganado, pero costaba creerles. Más cuando Alfonsín no aparecía por allí y lo seguíamos esperando.
Al día siguiente, en la redacción, Jorge Vidal –uno de los pocos periodistas que acompañaron a Alfonsín durante todo el día– me contó que el presidente electo había sido prudente, que esperó hasta estar seguro. Poco después de las seis de la tarde, en la quinta de Odorisio y con las proyecciones a mano, su hijo Ricardito le dijo que habían ganado. El futuro presidente lo cortó en seco: "Hay que esperar los resultados del Gran Buenos Aires", le contestó. Sin embargo –me contaría Vidal–, sus colaboradores más estrechos ya empezaban a mirarlo y a tratarlo de manera diferente. En boca de algunos de ellos, el cotidiano "Raúl" había dejado paso a otro tratamiento: "Señor Presidente".
Pero en ese momento y en ese lugar, a las cinco de la mañana en el Comité de la calle Alsina, yo no sabía nada de eso. Tampoco sabía que no podría entrevistar a Alfonsín durante su presidencia sino recién muchos años después. Sería en noviembre de 2004, cuando me recibió, como corresponsal de la revista española Cambio16, en su departamento de un quinto piso de la calle Santa Fe.
"Hay sectores especulativos de la economía, entre ellos algunos de los que controlan las empresas privatizadas de servicios públicos, que están creando un clima que es el caldo de cultivo para un pustch contra el gobierno de (Néstor) Kirchner", me dijo esa vez.
–¿De qué manera cree que intentan desestabilizar a Kirchner? ¿De la misma manera que lo hicieron con usted en 1989? –le pregunté.
–Exactamente. Hay grupos económicos que están tratando de crear, por diversos medios, la imagen de que el gobierno no va a funcionar, que tiene problemas. No es que estén cometiendo un delito, por lo menos no todavía, pero sí creando un clima que es el caldo de cultivo que se necesita para un pustch. Es algo que conozco muy bien porque lo he sufrido en carne propia. Por eso lo digo. Era necesario encender una señal de alerta. Vamos a ver qué sucede...
–¿A qué sectores económicos se refiere?
–Que quede claro: no me refiero a sectores de la producción sino de la especulación, que le tienen más miedo al gobierno de Kirchner que al neoliberalismo.
Esa tarde de noviembre de 2004 también le pregunté:
–¿Qué legado cree haber dejado a sus compatriotas?
–Una democracia que, a pesar de tantos altibajos, ha continuado. Para ser más preciso, debería hablar de una República en funcionamiento. Porque la República, incluyendo dentro de ella a la democracia institucional, garantiza las libertades, los derechos individuales cuyo ejercicio termina con el Estado arbitrario, ese que hemos sufrido y que puede poner presos, matar o torturar porque lo considera conveniente para sus intereses. La República garantiza los derechos y pone ese límite. Es un legado incompleto, porque para que exista una democracia plena debería haber una igualdad económica que garantice la dignidad humana. Eso aún está pendiente.
Pero este diálogo ocurriría más de dos décadas después de aquella noche interminable del 30 de octubre de 1983 cuando, pasadas las cinco de la mañana, seguíamos esperando la llegada del presidente electo al Comité Nacional de la Unión Cívica Radical.
Raúl Alfonsín llegaría finalmente poco después de las seis, cuando ya era de día. Allí volvió a prometer una democracia con la que se iba a comer, se iba a curar y se iba a educar. Una promesa que, treinta años más tarde, es una deuda que la democracia todavía tiene con muchísimos argentinos.
"Esperando a Alfonsín", por Daniel Cecchini, publicado en "Miradas al Sur".
Perdonadme: he dormido. Y dormir no es vivir. Paz a los hombres. Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan. ¿Vivir en ellas? Las palabras mueren. Bellas son al sonar, mas nunca duran. Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora o cuando el día cumplido estira el rayo final, ya en tu rostro acaso. Con tu pincel de luz cierra tus ojos.
Duerme. La noche es larga, pero ya ha pasado.
(Vicente Aleixandre)
lunes, 27 de enero de 2014
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Gracias, lo pasé a facebook, a ver si entienden algunos
ResponderEliminarGracias por la visita.
EliminarUn abrazo,