El odio, como regla general, no estimula a nada positivo, lo sé. Intenté nunca odiar, y cuando temí hacerlo, establecí estrategias para salirme de ésa. Sin embargo, debo confesarlo, no consigo dejar de sentir odio por los lugares públicos de alto tránsito.
Odiaba especialmente el Subterráneo de Buenos Aires. Claro que no por sus coches ni sus escaleras ni sus laberínticos túneles, sino por el modo en que miraba a la cara la condición humana, frente a frente, allí abajo.
Me pasó quedar atrapado en uno de esos túneles que intercomunican estaciones de distintas líneas, más concretamente en el que une la “D” y la “B”, allí, bajo el Obelisco. Esta inefable situación, más que irritarme como a la mayoría de los que allí estábamos, me causó muchísima gracia. Sencillamente no podía creer lo que sucedía. Es tan grande nuestra incapacidad para cumplir mínimas normas de convivencia, que hasta nos embotellamos como peatones. ¡Cómo peatones!
No justifico, y es en verdad casi equivalente, un embotellamiento de tránsito vehicular, tan común en las calles de cualquier ciudad del mundo, especialmente las argentinas. Pero hay razones físicas innegables para la diferencia. Por cierto que a esto debo sumar, tristemente, las veces que intentaba bajar de un coche subterráneo y terminaba a los empellones frente a quienes quieren subir y creen no tener tiempo suficiente. O las que pretendiendo subir me pasaban cosas similares con aquellos que, atrás mío, suponen lo mismo. O cuando, caminando en dirección contraria a la masa, no lograba evitar que me empujen a los golpes sin siquiera enterarse que allí estoy.
También odio de manera salvaje, irracional -no hay adjetivo más adecuado-, los grandes supermercados, cualquier concentración de gente es francamente odiosa, pero un supermercado de los grandes en día punta en hora pico especialmente. No las multitudes, las multitudes son maravillosas cuando comparten un objetivo común. Pero no cuando cada individuo de la manada va a lo suyo, a por lo suyo.
Es insoportable comprobar lo mal que convivimos, la forma en que ignoramos a los demás, lo poco que nos preocupa incomodar a nuestros vecinos. Carritos o cuerpos que parecen inertes cruzados en los pasillos como si de un piquete se tratara. Peor aún, charlas absolutamente despreocupadas como si en vez del super la cosa fuera en la playa. Gente que gira intempestivamente como si nadie más hubiera alrededor.
Lo peor, lo que más me molesta, es que la lista de situaciones odiosas, tan risibles como patéticas, lamentablemente es aún más extensa. Lo que aviva mi odio haciéndome arder.
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